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La muerte de un torero cuando ve a una mujer en una corrida en televisión provoca la revisión de los secretos familiares por parte de dos hermanos enamorados de la misma mujer.
El relicario (Rafael Gil, 1969)
José Luis Navarrete Cardero, historiador de la españolada cinematográfica, sitúa El relicario como una suerte de epitafio de este filón entendido al modo clásico. Su estructura de flasbacks permite a Gil situar todos los tópicos en la década de los veinte y darles la vuelta en la época actual. Si Manuel Lucena (Miguel Mateo “Miguelín”) murió entre las astas de un toro a raíz de la maldición provocada por el relicario de la cancionista Soledad Reyes (Carmen Sevilla), en la actualidad, la azafata de Iberia Virginia (Sevilla) preferirá antes al economista tecnócrata Alejandro (Arturo Fernández), antes que a Luis (“Miguelín”), heredero de la tradición familiar y torero como su abuelo y su padre. Sin embargo, la estrategia planteada en el guión de Rafael J. Salvia es algo más sofisticada que este simple entre lo nuevo y lo viejo, porque Gil coloca delante de la cámara a periodistas taurinos como Matías Prats y Antonio Díaz Cañabate y al actor Jesús Tordesillas, que encarnó a Currito de la Cruz en la primera de las cuatro versiones que se han realizado de la novela de Pérez Lugín; la última de las cuales ha sido dirigida por el propio Gil en 1965. Tordesillas le cuenta a Alejandro que su abuelo fue su doble en las escenas de toreo y que mantuvieron una amistad que le llevó a conocer a fondo a Soledad, lo que origina el primer flashback. El mozo de espadas del abuelo (Jesús Guzmán) le cuenta a Luis una versión distinta, en la que interviene la maldición del relicario y una papelina de cocaína vertida subrepticiamente en el café que el matador se toma antes de ir a la plaza, algo que no pudo ver según reconoce antes sus interlocutores. De este modo, mito, realidad y relato se van entreverando, ofreciéndole al espectador el anzuelo de los personajes que aparecen con su propio nombre y condición en la pantalla, y cuestionando al mismo tiempo la omnisciencia de los testigos que dan pie a las escenas ocurrridas en el pasado.
El personaje cómico de un aficionado gibraltareño (Manolo Gómez Bur) es el encargado de postular que la auténtica democracia es ésta que se disfrutra en España, en la que los espectadores, agitando sus pañuelos, piden las orejas de los toros como trofeos para los matadores.