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Las peripecias de la novela de Lewis Carroll sirven como metáfora de la situación de España tras la muerte de Franco.
GÉNERO: Erotismo,Política
Alicia en la España de las maravillas (Jorge Feliu, 1997)
Alicia en la España de las maravillas es una parábola sobre la pesada herencia del franquismo en la naciente democracia española. A ratos oscura, a ratos diáfana, con una voluntad de estilo irreductible siempre.
Alicia (Mireia Ros / Silvia Aguilar / Montserrat Móstoles) se queda dormida en el bosque y sigue, como en la novela de Lewis Carroll, al conejo blanco, que es nada menos que una conejita de Playboy negra (Jennifer James). Al entrar en su madriguera cae en un ascensor en cuyo descenso podrá contemplar, con horror, un montaje relámpago de la Guerra Civil, lo que debería prepararla para la represión y tortura que se practica en todas las dependencias de la plaza de toros en la que desemboca, sinécdoque de la España franquista y de su aparato represivo. El hambre la llevará a una cola donde se sirve comida gratuita para indigentes y que mantiene un estraperlista (Alfred Lucchetti), que la lleva a unos almacenes bien abastecidos y a una inmensa nave de gallinas ponedoras donde intentará violarla. No es el único intento de violación. Escondida en una Casa Blanca de muñecas, será también asaltada por un Séptimo de Caballería integrado por enanos que la acosan con sus sables y destruyen la casa de muñecas utilizando un misil, símil fálico sin ambages. Si ya habíamos contemplado en los primeros compases la función represiva del nacional-catolicismo –los niños recitan el catecismo mientras los curas queman libros-, la entrada en el espacio fantasmático de un mercado en ruinas nos introduce de lleno en el universo kafkiano de la censura y la prohibición lingüística. De allí la rescatará un hermoso ángel de la guarda (Pau Bizarro), que, tras poseerla, mostrará sus auténticas intenciones vampíricas. Por último, Alicia entra en un jardín. Los fusilamientos de la posguerra tintaron las rosas blancas de rojo; ahora, un grupo de jardineros-funcionarios, se encargan de teñirlas de azul.
Tras este periplo, Alicia regresa a la plaza de toros, donde es acusada de varios cargos de subversión por un ordenador IBM, que también se encarga de introducir distorsiones en el sonido cuando a ella le llega el turno de defenderse. Sin embargo, una lluvia torrencial y liberadora proporciona un final inesperado a la farsa judicial y Alicia (Concha Bardem) despierta con cuarenta años más en el lugar en el que se durmió, cual nueva Rip van Winkle. Siguiendo de nuevo a la conejita –que una vez desnuda resulta ser un agente de la CIA dispuesto a tutelar la transición democrática- regresa una vez más a la plaza de toros, donde permanece sola ante la puerta de toriles por la que está a punto de salir el marrajo de la nueva democracia española.
Esta metáfora magnífica de planteamiento y resolución –un zoom que nos sumerge en la oscuridad de los toriles- no es la única en la que asoma el humor irreverente e iluminador. Frente al tono kafkiano –y wellesiano- de las secuencias relacionadas con la censura, la del mago en la pista del circo tiene un tratamiento tan ligero como pertinente. Se trata de un vulgar trilero –trasunto de Adolfo Suárez, claro- que siempre gana escamoteando la bolita de la democracia en los cubiletes que cubren el estrecho rango que va de la derecha a la izquierda. Por una vez, la ingenua Alicia conseguirá adivinar que la única solución al enigma que le propone el trilero es el centro, lo que provoca la volatilización del mago.