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Un empresario, acusado de un crimen, debe refrendar su coartada con una preparadora de testigos que la ha proporcionado su abogado.
GÉNERO: Intriga
Contratiempo (Oriol Paulo, 2016)
En 1950 Raymond Chandler escribió un ensayito sobre el relato criminal en el que contraponía el estilo “realista” de Dashiell Hammett al de la novela policiaca británica tradicional: “Hammett —escribía Chandler—devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el mero hecho de proporcionar un cadáver al narrador. Y con los medios de que disponían, y no con pistolas de duelo labradas a mano, curare y peces tropicales”.
Oriol Paulo vuelve a la casilla de salida y utiliza, incluso, uno de los temas clásicos: “el misterio del asesinato en el cuarto cerrado”. No se queda ahí, claro. El espectador contemporáneo no admitiría una hora y media de especulación. Pone en escena entonces un juego de versiones al modo de Rashomon (Akira Kurosawa, 1950), sólo que sin recurrir a varios testimonios divergentes. Aquí se trata del juego del ratón y el gato entre una preparadora de testigos (Ana Wagener) y un exitoso empresario (Mario Casas) acusado del asesinato de su amante (Bárbara Lennie). Ella hace de abogado del diablo, va escarbando en las distintas versiones —escenificadas mediante flashbacks reales o figurados— de lo que sucedió e, incluso, propone alternativas más o menos imaginativas que van poniendo en evidencia las notas discordantes en el relato; de este modo el acusado podrá presentar una defensa “verosímil”, inatacabe por el juez o el jurado. Claro, que por medio hay un padre (José Coronado) y una madre que desean conocer el paradero del cadáver de su hijo, que es el origen de todo el embrollo. Oriol Paulo utiliza el recurso del cronometro —un tiempo limitado para llegar a la verdad— y disfraza de duelo psicológico la construcción de un guión cuyos giros buscan mantener al espectador en vilo en todo instante. El resultado es un thriller sin alma, frío como los decorados en que se desarrolla la acción y en el que los personajes carecen de agarraderas. El espectador dispuesto a dejarse arrastrar por el juego deductivo se siente confortado cuando descubre que él ya había adivinado cuál es el quid del enigma mientras ha pasado hora y media contemplando crímenes cometidos “por el mero hecho de proporcionar un cadáver al narrador”.