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Trece personas quedan bloqueadas en un sótano durante un bombardeo. El aire del que disponen durará sólo noventa minutos.
Noventa minutos (Antonio del Amo, 1949)
Noventa minutos es lo que tardará en agotarse el aire disponible en el refugio antiaéreo donde una docena de vecinos con distintas ideas y circunstancias esperaba a que acabase el ataque alemán sobre Londres. Noventa minutos que cambiarán las vidas de todos ellos y harán que aflore la verdadera identidad de cada uno.
Sobre todo, la de Richard (Enrique Guitart), que ha entrado en casa de los Marchand a robar las joyas y ha herido, durante una pelea, al canalla (Jacinto San Emeterio) que pretendía chantajear a Jeanette Dupont (Mary Lamar). Cuando el policía Preston (José Lado) le detiene, suena la alarma aérea y se ve obligado a convivir con los burgueses de cuyo expolio vive. Entre estos, los hay de toda clase y condición: los Marchand (Fernando Fernán-Gómez y Gina Montes), que están a punto de tener su primer hijo; la resentida señora Winter (Julia Caba Alba) y su sobrina Helen (Lolita Moreno), cuyo novio (Carlos Muñoz) es piloto de la RAF y ha aprovechado un permiso para venir a verla; un íntegro coronel español (Fulgencio Nogueras) con su nieto (Pepín Acebal) y el canario; el señor Dupont (José Jaspe), que Jeanette intenta que no se entere de su antigua relación con el chantajista a pesar de que éste tenía unas cartas comprometedoras que ahora están en poder de Richard; una doctora (Nani Fernández), también española, tan entregada a su vocación que se ha olvidado de vivir; y Rosa (Pilar Vela), la portera de la finca, a punto de contraer matrimonio con Preston.
Como en la coetánea El sótano (Jaime Mayora, 1949) el refugio adquiere la cualidad de un microcosmos en el que cada personaje se convierte en emblema. Ambas siguen la senda abierta por Los últimos de Filipinas (Antonio Román, 1945) en la que el encierro es alegoría explícita del aislamiento internacional al que está sometida España desde que las fuerzas del Eje empiezan a perder la guerra en Europa y se hace patente la pervivencia del franquismo como dictadura de raíz netamente fascista en el continente. Frente a la deslocalización geográfica y temporal de la película de Mayora -una guerra que es todas las guerras, o sea, ninguna- la de Antonio del Amo, según un guión de Mur Oti, se refiere a la II Guerra Mundial en un contexto internacional no exento de tópicos: la francesa casquivana, el íntegro militar español, el heroico aviador británico... Lo increíble es que la película consiguiera situar como héroe a un delincuente reincidente con un delito de sangre. En otros casos, la única expiación posible es la muerte. Sin embargo, en Noventa minutos, basta con la devolución de todo lo robado, incluido un crucifijo que ha servido para bautizar cristianamente al recién nacido hijo de los Marchand, por muy anglicanos que sean éstos. Además, por el camino hemos asistido a varias proclamas pacifistas y antimilitaristas que no están puestas exclusivamente en boca de orates ni burgueses egoístas.
No exenta de un tono discursivo común a otras cintas que tratan el mismo asunto, Noventa minutos hace también gala de un humor algo socarrón, sobre todo, durante el último acto, lo que de nuevo la aleja del patrón al uso. Todo ello convierte a Noventa minutos -rodada en cooperativa por el mismo equipo técnico que rodaba simultáneamente otra cinta reclusiva: El santuario no se rinde (Arturo Ruiz-Castillo, 1949)-, si no en una película sobresaliente, si en un título signicativo de los márgenes de disidencia que estaba dipuesta a tolerar la administración en aquel momento.