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Fray Paracleto, que se encerró en un monastario para huir del mundo, ha esculpido una bellísima talla de santa María que infunde devoción en quien la contempla. Pero dice la leyenda que en el sagrado recinto se aparece un misterioso monje blanco.
El monje blanco (Julio Bracho, 1945)
El monje blanco es la adaptación de un drama en verso de Eduardo Marquina estrenado en Madrid en 1930 por la compañía de Pepita Díaz y Santiago Artigas. Marquina lo subtituló “Retablos de leyenda primitiva” y tal es el intento de Julio Bracho: plasmar el relato mediante la imaginería de un romance medieval. Claustros, palomas, campanarios, estanques, castillos… son los fondos contra los que se desgrana la historia de los amores desgraciados entre el conde Hugo del Saso (Tomás Perrín) y la Gálata Orsina (María Félix), muchacha asilvestrada hija de un asesino.
Todo empieza cuando fray Paracleto talla una bella imagen de santa María que causa la admiración de cuantos la contemplan. A fray Can (Ernesto Alonso) se le aparece en forma humana mientras ora. Es sólo uno de los misterios del convento. El otro es la presencia del monje blanco, que se aparece al padre provincial (Julio Villarreal). El tal monje blanco no es otro que Gálata Orsina, quien relata al provincial cómo conoció al conde Ugo y, por ambición, se convirtió en su amante.
Le toca entonces confesar su culpa a fray Paracleto, que no es otro que el conde Hugo, quien dio muerte al padre de Gálata Orsini y, si no fuera por la intercesión de fray Can, le hubiera también arrancado la vida a su propio hijo.
En su día esta ambiciosa producción de Clasa Films fue alabada por la crítica, pero rechazada por el público. Hoy podemos apreciar mejor su deriva fantástica, pero las largas tiradas en verso y el hieratismo de María Félix –que por momentos nos recuerda al de las divas italianas del cine silente- suponen un lastre para el completo disfrute de tan arriesgada apuesta.