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No quiero perder la honra (Eugenio Martín, 1975)
Más que a la moda del destape, como su titulo parece sugerir, No quiero perder la honra se apunta al ciclo nostálgico de la miseria de la posguerra. Miseria moral que han contado sin falsa moralina, por ejemplo, Rafael Azcona y Pedro Olea en Pim, pam, pum... ¡fuego! (1975), otro título en el que los boleros sentimentales de Bonet de San Pedro forman parte fundamental del ambiente que se quiere presentar. El problema de la película de Eugenio Martín es que se queda en la superficie al narrar simplemente la peripecia sentimental de un patético chulo de putas (José Sacristán) que termina perdidamente enamorado de su inocente prima del pueblo (Ángela Molina). Miguel explota a dos prostitutas -Mariona (Florinda Chico) y Angelines (Josele Román)- que, por edad una, por candidez la otra, no cotizan la mínima. De ahí que Miguel se tenga que ganar la vida con los más diversos oficios. Acude en su ayuda Higinio (Juanito Navarro), un estraperlista que se las sabe todas. Es él quien le recomienda que se traiga a una pueblerina atractiva y sin malear, condiciones que, en primera instancia, cumple a la perfección Isabel, una prima suya que acaba de quedarse huérfana. Pero, colocada en el burdel de Araceli (Laly Soldevila), la chica se empeña en defender su honra a base de trompazos. Miguel se la lleva a vivir con él y la coloca sucesivamente en un cabaret y en un teatro de revista, convencido por Higinio de que tarde o temprano terminará cayendo y se convertirá en una mina de oro. Para conseguir el permiso marital que le permita ejercer de vedette, dado que es menor, entre ambos planearán un matrimonio de conveniencia con un ancianito diabético (Luis Barbero) al que luego suministran una dosis letal de pasteles... con la aquiescencia del buen hombre, claro. Pero las sucesivas peripecias llevan a Miguel al calabozo e Isabel desaparece mientras tanto. Sólo entonces se dará cuenta Miguel de que su amor por Isabel le va a obligar a sentar la cabeza.
Por el camino, apuntes de ambiente razonablemente sórdidos, alguna situación alrededor de Isabel que pone a prueba la suspensión de credibilidad por parte del espectador, melodías nostálgicas y varias secuencias de voluntarioso slapstick.