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La señora de Fátima (1951)

Por Asier Aranzubia Cob - De qué va ... - 22/01/2014

La señora de Fátima (Rafael Gil, 1951)

Pese a su corta edad, Lucía es el único sostén de una familia que se descompone, refugiándose en el rezo mientras su hermano Manuel se alista en el ejército huyendo de un padre que malvende sus escasas tierras y maltrata a su esposa. Cierta mañana pastorea sus ovejas junto a sus primos Jacinta y Francisco, que se burla de las creencias de ambas: empero, el verla a tal extremo compungida le mueve a prometerle rezar el rosario con ella si así le ayuda a sobrellevar su tristeza. En tal instante, una luz vivísima les deslumbra mientras una voz femenina que sólo ellos escuchan les trasmite mensajes enigmáticos, al tiempo que les insta a reunirse en ese mismo lugar el día trece de cada mes y a mantener silencio. Pero la indiscreción de Jacinta da pie a que, con la rapidez del rayo, la voz popular convierta el caso en una manifestación sobrenatural, lo que llega a los oídos de las autoridades: Oliveira, el alcalde comunista de Ourem, y Lorenzo Duarte, el fiscal, tratarán de obtener de los niños, amenazándoles con quemarles vivos, el reconocimiento de la falsedad de su relato, pero ello sólo sirve para fortalecer su convicción. Ya libres, retornan a sus citas con la voz, que les anuncia una revelación pública para el 13 de octubre. La noticia incrementa el movimiento masivo de gentes hacia Fátima, pero ello no libra a los niños de la burla de sus convecinos y de la brutalidad del propio padre de Lucía: hasta el párroco se muestra inicialmente adverso, apoyándoles finalmente ante la repugnancia que le provocan los métodos de Oliveira. Entretanto, Elena, la esposa paralítica de Duarte, se suma secretamente al viaje; éste y Oliveira, confiando en el fracaso de la convocatoria, acuden también, confundidos entre una multitud de tullidos, ciegos, gentes menesterosas y simples curiosos. Amanece en un diluvio que, iniciado días atrás, arrecia frenético. Bruscamente, una claridad cegadora anega los campos: la señora vuelve a comparecer ante los tres pastorcillos y les pone al corriente de las aviesas intenciones de la Rusia comunista. Cuando la luz desaparece se pregonan los milagros: un niño ciego ha recuperado la vista y la mujer paralítica de Duarte puede ahora caminar.

Apoyándose en el consabido relato de milagros y apariciones protagonizado por niños (los referentes más inmediatos son La canción de Bernadette [The Song of Bernadette, Henry King, 1943] y El cielo sobre el pantano [Cielo sulla palude, Augusto Genina, 1949], donde la propia Inés Orsini encarnaba a María Goretti) Escrivá y Gil confeccionan un filme de propaganda política en el que el valor y la entereza con que los infantes protagonistas asumen la azarosa misión que les ha sido encomendada y, sobre todo, el esmero con que está diseñada la forma fílmica que acoge dicho relato, facilitan la digestión de ese marcado discurso anticomunista en torno al que giran las imágenes del filme.

Como advierte el letrero que sigue a los créditos iniciales, el Portugal donde transcurre la acción es, allá por el 1917, un país dominado por los comunistas y, por lo tanto, al borde del caos. La fe religiosa no ha sido prohibida aún pero los ministros de Dios sufren persecución y el culto en las iglesias es entorpecido por las autoridades. Unas autoridades que no dudarán en recurrir a grupos de agitadores violentos para aterrorizar a los peregrinos que acuden a la sesión milagrera de Cova de Iría y que llegarán, incluso, a secuestrar y torturar a los tres pastorcillos a los que, llegado el momento, la Virgen anunciará la siguiente profecía: “los buenos sufrirán persecución porque Rusia esparcirá sus errores por el mundo provocando atropellos contra la Iglesia y su Pontífice”.

Otro de los aspectos sobre los que merece la pena detenerse es la machacona insistencia con que la película presenta, una y otra vez, a las mujeres que pueblan el relato como preservadoras de una fe que, por el contrario, en el caso de los hombres parece estar al borde de la extinción. Así, en el Portugal de 1917, como en la España católica e integrista de los cincuenta, madres, esposas e hijas adquieren relevancia social a través de su consagración a Dios: mientras el resto de ocupaciones relevantes son reservadas al varón la hembra tiene que conformarse con ser quien mantenga viva dentro de la familia la llama de la fe.

La señora de Fátima es, como acabo de señalar, un excelente filme de propaganda con el que binomio Escrivá-Gil, y, por supuesto, el resto de su equipo (la aportación de la fotografía de Kelber, que bascula entre el expresionismo y una cierta neutralidad dependiendo de las exigencias puntuales del relato, será determinante), definen los contornos de un producto tipo (“el filme Aspa”) que no sólo acabará convirtiéndose, durante buena parte de la década, en uno de los vehículos privilegiados para consolidar la nueva orientación ideológica del Régimen sino que alcanzará un notable éxito de público gracias, fundamentalmente, a la sabia y oportuna torsión del significante.

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