Secuestro a la española (1972)

Secuestro a la española (Mateo Cano, 1972)

La dinamita está servida (Fernando Merino, 1968), El dinero tiene miedo (Pedro Lazaga, 1970), Una chica casi decente (1971) o ¡Qué cosas tiene el amor! (1971) —realizadas consecutivamente por Germán Lorente— son la demostración palmaria de que a principios de la década de los setenta, el espíritu de Los tramposos (Pedro Lazaga, 1939), I soliti ignoti (Rufufú, Mario Monicelli, 1959) y Atraco a las tres (José María Forqué, 1963) seguía planeando sobre el cine español. El comediógrafo Juan José Alonso Millán aprovecha el gancho de la ola de secuestros de diplomáticos que se están produciendo en todo el mundo —el estadounidense Charles Burke Elbrickel y el suizo Giovanni Bucher en Brasil, el alemán Karl von Spreti en Guatemala, el británico Geoffrey Jackson en Uruguay...— para urdir una comedia con algunos tintes negros.

Tres ladronzuelos (Luis Varela, María Kosty y David Allar) que mantienen a sus familias son detenidos in fraganti durante un atraco. Gracias el desempeño retórico de un abogado inepto (Emilio Laguna), son condenados a varios años de cárcel. Sus padres (Aurora Redondo, José Orjas...) y hermanos (Esperanza Roy, Encarna Paso...) deciden entonces conseguir su libertad secuestrando a un diplomático. Para conseguir un escondite discreto, Manoli (Roy) se aprovechará del deseo que provoca en Fabián (Quique Camoiras), su pretendiente, a fin de colarse en la casa del pueblo de una tía de éste (Tota Alba). La víctima elegida es el nuncio de Su Santidad en España, pero una oportuna gripe hace que los ineptos delincuentes rapten a un cura bonachón (Ángel Álvarez), más preocupado por la confesión de sus muchos pecados y la salvación de sus almas. Para colmo, el sistema penitenciario ha funcionado a la perfección con los tres delincuentillos y han redimido penas en un pispás, lo que convierte el giro argumental final en una auténtica estupidez. Claro, que la película ha ido perdiendo fuelle por el camino, a base de situaciones reiterativas que apenas aportan nada ni al interés de la trama ni a la evolución de los personajes que componen el reparto coral. Por ejemplo, la obsesión de la prostituta Dominga (Paso) por comprar un panteón para que ella y su hermano puedan descansar eternamente con sus progenitores agota su gracia en la primera comparecencia; la insistencia en el asunto termina provocando aburrimiento. El velatorio de la criada de la tía de Fabián se reduce a la sorpresa de éste cuando cree que por fin va a poder acostarse con Manoli, en tanto que la ocasión para la comedia negra se diluye. Todo ello por no mencionar el tono moralista que va asquiriendo el argumento, a pesar de los chistes de los secuestradores disfrazados de curas con mostacho y monjas fumadoras.

Eso sí, el guionista acumula alusiones más o menos inocuas a temas del momento, como el turismo, la revolución sexual, las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado o la eclosión de la moda cinematográfica del gangsterismo gracias Bonnie and Clyde (Bonnie y Clyde, Arthur Penn, 1967). Ahítos de lecturas de esta clase, Rogelio (Varela), Trini (Kosty) y Pruden (Allar) deciden cometer un atraco durante la celebración del Festival Mundial del Circo.